Todos locos, todos bien (ANA Y BRUNO)

El cine animado no es para que el niño se ría por un perezoso golpéandose con una rama. Los niños no son idiotas, están descubriendo el mundo, tal como Ana, quien está entendiendo que su mamá está deprimida, y es su culpa. Ella piensa, deja que los niños lo hagan también.

Es común escuchar que las películas mexicanas tardan más de una década en hacerse, porque a diferencia de la industria de Estados Unidos, las producciones nacionales tienen una infraestructura casi nula, y además de que son costosas, no tienen la certeza de que los proyectos sean rentables. No se consumen.

El problema de esto es que sí hay cintas animadas mexicanas que se arriesgan y ofrecen historias de alta manufactura, que quizás no están pensadas para llegar a un público infantil pero deben impactar en los niños de todos modos; opacando así, la profundidad narrativa de las películas.

Carlos Carrera ya había experimentado en el terreno de la animación con el cortometraje El héroe de 1993, en donde habló de la monotonía y la indiferencia ante el suicidio. Esta vez, Ana y Bruno retoma el recurso visual de la animación para hablar de un tema para adultos: los traumas y los trastornos psicológicos.

Cuando se estrenó, hubo un sector del público que sugirió boicotearla porque la publicidad fue engañosa. La película se vendió como un producto infantil, y cuando salió al público, era evidente que eso no era cierto. Había un trasfondo maduro, hasta complicado de tratar entre un público adulto: el duelo.

La cuestión es que de no venderse como una cinta infantil, habría sido imposible venderla en absoluto. Una película animada para adultos producida y creada en México es un unicornio en tierra de burros de carga. “Eso no existe y si existe, no me sirve”. Porque así es el público nacional, destierra a lo desconocido.

Y esta cinta es extraordinaria, no trata a su público como idiota sino que se asemeja a Lluvia en los ojos de Rita Basulto en 2012. El entendimiento de los elementos asciende gradualmente, pues no hay indicios de que la película hable de los traumas provenientes de las pérdidas. Parece una película de aventuras en el trailer.

El planteamiento de los escenarios es tan engañoso como la ejecución misma. El guion plantea el lugar principal con dos sentidos: es el mar, pero también es un lugar en donde los dos personajes protagónicos fueron abandonados. Es un lugar idílico y una prisión al mismo tiempo. Porque depende de la perspectiva de dónde se vea.

Ana es una niña, para ella el mar es el mar, está feliz. Pero conforme avanza la trama se entiende que no es un lugar nuevo sino el último sitio posible. Ella no está descubriendo a las criaturas fantásticas sino que ellas la descubren como una igual, porque ella también es una visión. Hay una subversión de las convenciones.

Una subversión tétrica. El guión constantemente está borrando la inocencia de la perspectiva de la niña, Ana, a tal punto que ella misma está comprendiendo su propia realidad. Duerme con su mamá, se levanta porque escucha un ruido, encuentra un duende verde, conoce las alucinaciones de los pacientes psiquiátricos.

Se encuentra con un monstruo casi mitológico, de alas de murciélago, cuerpo lleno de fuego y rugido de bestia. Corre con su mamá a decirle que vio esa criatura y que tiene miedo. Su mamá trata de defenderla del monstruo y acto seguido la encierran en un cuarto de esponja, porque la bestia está en la cabeza de su mamá, no en la suya.

No es su imaginación, es una invención de su madre. Este suceso podría convertirse en un obstáculo insuperable, pero ella se dispone a ayudar a su mamá. Está creciendo, aún estando muerta. Entiende que su mamá no puede seguir viéndola, aunque se adoren, porque no es sano. 

El guion de Daniel Emil y Flavio González Mello, autor de la novela original, pone a Ana en el papel de niña, que está descubriendo el mundo y todo la rebasa pero no se achica. Y compara a la imaginación con las enfermedades mentales. Se adentra en la idea de que los “locos” son niños adultos. 

Pero incluso los niños tampoco pueden ver a los seres imaginarios. Daniel, el niño ciego, no puede verlos y no es porque sea invidente sino porque su vida ha sido cruel. Murieron sus padres cuando era niño, vive en la calle, depende de limosnas, vive en constante peligro. Él ya no es inocente, su imaginación es opacada por la realidad.

Aunque hay momentos en los que parece que cualquier persona puede ver a Ana, a Bruno y al resto de los personajes irreales. No hay una segregación de los locos como los que están en el psiquiátrico sino que cualquier persona puede verlos, pero no todos los ven.

Ana está muerta y se quedó su recuerdo en su madre, ese es un mal. Pero con esa idea llega la culpa, que es el monstruo. Sólo ella puede verlo porque es un mal que se le achaca únicamente a ese personaje, si alguien más lo ve puede ser porque comparte el mismo trauma. 

Por otro lado se estudia la idea de la terapia del shock, que es matar de lleno a las alucinaciones y parte de la personalidad de la persona. Pero siempre se ve desde el punto de vista de la infancia. La música de Víctor Hernández Stumphauser recuerda que es la perspectiva de una niña.

Una niña que se entrega a la realidad. En ese sentido, este personaje se parece al protagonista de El Héroe, que simplemente se avienta a las vías. Ana se avienta al mar y su arco se completa. Ella amaba la idea de vivir en el mar y cuando descubre que la única forma de destruir el demonio de su mamá es desapareciendo, se tira al mar. Es un buen arco.

Es una película profundamente triste. El final es bellísimo. Ana ya se entregó y entiende que puede dejar vivir a su madre. La sigue extrañando, amando y adorando, pero ya no la necesita para seguir. La rescató. 

Ana y Bruno no es una película para niños, eso es claro. Pero eso no significa que los niños no deberían tener acceso a ella. Es una cinta infantil que no trata a su público como idiota, sino que se atreve a hablarle de temas que después entenderán.

Y lo entenderán. 

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